15/5/17
EL GRIFO. Segundo premio Relatos x Justicia
Ibrahïm abre unos ojos grandes como platos cuando llega el aeropuerto de
Tinduf y ve posado en el suelo uno de esos enormes pájaros plateados que vuelan en
el cielo sin nubes de las arenas del Sahara donde vive. Parece tan grande y pesado
que no sabe cómo es posible que se mantenga en el aire sin caer. Es la primera vez
que va a montar en avión y está un poco asustado. También es la primera vez que
participa en el programa “Vacaciones en paz”. Sus padres le han animado a iniciar
este viaje y, aunque a él le gusta mucho conocer cosas nuevas, no sabe si se
adaptará a vivir durante dos meses lejos de su familia, lejos de la arena caliente del
desierto, lejos de sus amigos y lejos de su sol siempre dispuesto a quemarle la piel. Le
han contado que en España, donde va a pasar estos dos meses de vacaciones, la
gente es muy amable. Además, él va a vivir por primera vez en una casa de verdad
hecha de ladrillos y cemento, una casa que resiste las embestidas del viento y que
protege del frío y del calor en lugar de en una frágil jaima. Pero también este cambio
le da un poco de miedo. Quizá tenga la sensación de vivir encerrado en algo parecido
a una prisión.
Cuando tras un montón de trámites y papeleos está por fin al pie de la
escalerilla del avión, se siente pequeño y vulnerable. Como un grano de arena que el
viento puede arrastrar. Se para un instante y duda, pero los otros niños que van a
compartir su misma experiencia, llenos de alegría y entusiasmo, le empujan y le
obligan a avanzar.
Desde el aire, el desierto es una mancha amarilla que lanza destellos, como si
estuvieran escondidos en la arena cientos de pequeños soles. Ibrahïm pega la nariz al
cristal de la ventanilla e intenta divisar su poblado. Desde allí arriba no se distingue
nada. Entonces, para alejar la nostalgia, lo imagina. Su madre estará cocinando la
tapioca, su padre cuidando de las cabras y sus hermanos pequeños jugando
descalzos sobre la arena del desierto, mientras les quema el sol. Cierra los ojos e
intenta recordar el silencio de las noches estrelladas, pero no puede. El ruido de los
motores del avión le previenen de que, a partir de ahora, el silencio del desierto será
algo muy difícil de obtener.
Cuando llega al aeropuerto, hay una multitud de gente esperándoles. Mujeres,
hombres, niños, adolescentes… Algunos sostienen carteles con nombres. Sonríen y
parecen estar tan nerviosos como lo está él mismo. No sabe a dónde mirar, todo es
tan grande y lujoso, hay tantas luces y tanto ruido que está un poco aturdido. Entre la
confusión oye pronunciar su nombre. Busca el lugar de donde proviene la voz y sus
ojos se cruzan con los de una mujer joven que sostiene una lista en la mano. Ibrahïm
levanta el brazo y la mujer le indica que se acerque. Cuando llega hasta ella, le rodea
un grupo de personas que le abraza, le sonríe y le tiende un regalo de bienvenida.
Entonces comprende que ha llegado a su destino.
La familia con la que va a compartir los dos próximos meses está compuesta
por los padres y dos hijos: un niño de una edad similar a la suya y una niña más
pequeña. Todos le miran esperando su reacción. Él, entonces, abre el regalo. Es un
bonito libro con hermosos dibujos, algo con lo que siempre había soñado. Levanta los
ojos y su boca se abre en una enorme sonrisa que ilumina todo a su alrededor.
Ibrahïm recorre la casa por sexta o séptima vez. Está entusiasmado. Todo
parece mágico. Si aprieta un botón se ilumina la habitación. Girando un mando brota
agua de la pared. Hay un aparato que escupe un aire tan frío que se quedaría junto a
él toda la vida. No ve arena por todas partes. La casa está espectacularmente limpia y
es muy confortable, aunque él se olvida de sentarse en el sillón y lo hace sobre la
alfombra del suelo. Compartirá habitación con el hijo de la familia. Se llama Nicolás y
tiene una fantástica colección de cromos de jugadores de fútbol que le ha dejado
ojear. Va a dormir en un mueble que se llama cama. No sabe si se acostumbrará.
Nicolás se extraña de que a Ibrahïm le sorprendan cosas tan normales con las
que él ha convivido desde su nacimiento, pero sus padres –que llevan preparándole a
él y a su hermana desde hace meses para su visita- le han explicado que Ibrahïm
soporta una vida muy dura en el desierto y que no conoce ni tiene acceso a la mayoría
de las comodidades de las que ellos disfrutan.
Ibrahïm tiene la piel tostada y los ojos negros y una mirada serena que acaricia
casi tanto como las manos de las madres. Nicolás ha sentido conexión con él desde el
primer momento. No sabe si ha sido por lo asustado que estaba o porque enseguida
les unió su afición al fútbol, lo cierto es que se siente a gusto con él. Está seguro de
que durante los dos meses que van a pasar juntos se harán muy buenos amigos.
Ibrahïm se acaba de duchar por primera vez y está entusiasmado. La
sensación ha sido tan placentera que intenta recordar algo parecido. Quizá –piensalas
cosquillas de las lagartijas del desierto corriendo por su barriga al aire mientras
está tumbado sobre las dunas. En su tierra, el aseo se realiza de otra manera más
modesta pues con el agua que acaba de gastar viviría una familia casi una semana.
Tras vestirse y salir del baño, pregunta a dónde va todo el agua que ha salido de la
ducha y quién la recoge. Nicolás no sabe de qué habla, pero su madre le explica a
Ibrahïm muy dulcemente que el agua de la ducha no se recoge, sino que por un
sistema de alcantarillado desemboca en los ríos o en el mar. Ibrahïm no entiende
cómo no aprovechan ese tesoro que es el agua y cómo la dejan escaparse. En su
poblado serviría para regar los pocos cultivos que consiguen, para dar de beber a las
cabras o para lavar. Y piensa: ¡Ojalá pudiera llevármela a casa!
Ibrahïm no puede dormir. Han sido tantas las emociones y tan intensas que su
cabeza no para de dar vueltas recordando cada uno de los momentos que ha vivido.
Se levanta y se asoma a la ventana. Mira al cielo y busca las estrellas. No puede
encontrarlas. Después piensa que no sabe cómo han conseguido meter un poquito de
sol en las lámparas que penden del techo y domesticarlo para que se encienda y se
apague apretando un botón. Tendrá que pedirles que le enseñen a hacerlo para que
en su poblado tengan también luz por la noche. Es una pena que, sin embargo,
teniendo tantas cosas buenas no consigan tener estrellas.
Los días van pasando dulcemente para Ibrahïm. Su torpe español se ha vuelto
mucho más fluido gracias a la ayuda de Nicolás y de toda la familia. Hoy va a ver por
primera vez el mar. Él ha estudiado en la escuela lo que es y también ha visto
fotografías, pero cuando se enfrenta a una extensión de agua tan inmensa que se
mueve, se queda paralizado. No sabe si reír o llorar de la emoción. Tiene un nudo en
la garganta y unas ganas enormes de gritar de alegría, pero se contiene y lo único que
se le ocurre hacer es acercarse al agua muy despacio y meter sus pies con cuidado,
como si temiese hacerle daño. Luego se deja besar por las olas y ríe, ríe con todas
sus fuerzas al sentir esa caricia húmeda. Por la noche, en su habitación, buscando
esas estrellas que no consigue ver, desea llevarse a su tierra un poco de mar y piensa
si sería posible conseguirlo. Le tendrá que preguntar a Nicolás.
Cuando uno es feliz el tiempo pasa rápido. Ibrahïm ha tenido la oportunidad de
vivir experiencias tan ricas que jamás las podrá olvidar. Sin embargo, ha llegado la
hora de preparar la maleta para volver a su poblado. Tiene sentimientos encontrados.
Por un lado desea ver de nuevo a sus padres y a sus hermanos y, por otro, anhela
continuar en este mundo tan distinto del suyo en el que tienen tantas cosas prácticas
que hacen la vida más fácil. La familia con la que ha pasado estos dos meses le ha
querido hacer un regalo de despedida y le ha preguntado que qué le apetecería
llevarse. Él ha pensado mucho tiempo porque eran tantas las cosas que deseaba que
no sabía por cuál decidirse: el mar, el aparato de aire frío, el pequeño sol que se
enciende apretando el interruptor cuando anochece, los helados, el agua, la televisión,
las golosinas, los bolígrafos… Finalmente, se ha decidido: quiere un grifo, ese aparato
mágico del que mana agua. Un agua tan clara y tan limpia como jamás pudo imaginar.
Se han quedado sorprendidos y le han explicado que el grifo no funcionará en su
poblado, pero él ha insistido y allí está, encima de la cama, envuelto en un bonito
papel de regalo.
El aeropuerto se encuentra lleno de familias como el día que llegó y de niños
de tez oscura, como él mismo. Hay un cierto aire de melancolía en el ambiente. Las
despedidas son siempre tristes. Las familias y los niños se han tomado afecto y les
cuesta separarse.
Antes de pasar el control de pasaportes se prometen por enésima vez no
perder el contacto. Las cartas son difíciles de recibir en aquella extensión de arena
que es el poblado, pero siempre hay una ONG de apoyo al pueblo saharaui que las
lleva con ella hasta los destinos más remotos. A veces tardan meses en llegar, pero
cuando llegan, compensa la espera con creces. Quizá, también, puedan volver a
encontrarse el año próximo. Ellos están dispuestos a recibirle de nuevo y él a regresar.
Se abrazan, se besan y se resisten a separarse. La última imagen que guardan unos
de otros son unos ojos húmedos, una sonrisa lánguida y una mano extendida diciendo
adiós.
A nueve mil pies de altura los coches, las casas, los árboles y los lagos se
vuelven muy pequeños; la tierra y el cielo, muy grandes. Allí arriba, Ibrahïm piensa
que, en ese momento, se encuentra entre dos mundos, el suyo y el de Nicolás. Los
dos le gustan y le parece que podrían ser complementarios. Es una pena que no
pueda estar en los dos al mismo tiempo, pero es una suerte haber podido disfrutar de
ambos, aunque haya sido por una sola vez.
El reencuentro de Ibrahïm con su familia ha sido tierno y emocionante. Sus
padres le han encontrado más alto y sus hermanos, más mayor. No ha parado de
hablar en toda la tarde. Se le acumulan los recuerdos y quiere soltarlos todos de
golpe, contarles las cosas tan maravillosas que ha descubierto y las experiencias tan
impresionantes que ha vivido. Sus hermanos están encantados con los libros que la
familia de acogida –que ahora es también un poco su familia en España- les ha
regalado y, sobre todo, con las camisetas de la Selección Española que Nicolás les
compró con sus ahorros. A él también le ha regalado Nicolás una. La que lleva el
dorsal número 6, el número de Iniesta, el jugador que hizo que España ganara la final
del Mundial. También le ha obsequiado con su fantástico álbum de cromos y no le ha
importado quedarse sin él. Ibrahïm no tenía nada para regalarle a Nicolás y eso le
apenó, pero le ha prometido que le tallará una bonita figura en cuerno de cabra y que
se la enviará. Tiene que pensar cómo hacerlo.
A sus padres les ha mostrado, como si se tratara de un trofeo, el grifo plateado
que guarda como un tesoro en el fondo de su mochila. Sus padres no han
comprendido para qué sirve, pero le han visto tan feliz que le han dejado colocarlo en
la jaima sobre la mesita del té. Ibrahïm lo ha manipulado ante sus padres con
expectación esperando que se operara el milagro, pero del grifo no ha salido ni una
sola gota de agua. A pesar de ello Ibrahïm no se ha desanimado. Piensa que, a lo
mejor, tiene que acostumbrarse a su nueva ubicación. Probará todos los días y,
quizás, en cualquier momento inesperado se producirá el prodigio.
Ahora, tumbado en su estera sobre la arena del desierto evoca con añoranza
los dos extraordinarios meses que ha dejado atrás. Echa de menos la luz, el aire
acondicionado, las comodidades y, sobre todo, el agua, ese agua tan transparente que
quitaba la sed y acariciaba su piel morena. A cambio, ha recuperado el misterioso
silencio de las noches del desierto y su cielo, ese cielo iluminado por miles de
estrellas.
SEUDÓNIMO: SAKAMUNI
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