En 1945, a la edad de 15 años, tuve mi primera experiencia como orador. Desde la tarima del aula magna del Instituto de Salamanca donde estudiaba, debía dar las gracias por haber sido elegido, por profesores y alumnos, como el mejor estudiante del Centro y hablar sobre un tema que yo podía elegir libremente. Orientado por mi padre, aproveché esta oportunidad para reflexionar sobre un proverbio del sabio Rey Salomón, que yo lancé a mi auditorio sin comprender entonces, y que dice: ¡Echa tu pan sobre las aguas, que después de muchos días lo hallarás!. Para quienes no estéis familiarizados con la terminología bíblica, os aclaro que “el pan” se refiere a la doctrina, a lo que sabes, y “las aguas” es la metáfora del pueblo, de la gente.
Creo que mi discurso fue técnicamente digno. Expuse mis reflexiones de forma breve, con naturalidad, simpatía y amabilidad. Recuerdo que fui muy aplaudido. Mi padre se sintió muy orgulloso de mí. La bruma del pasado me impide reproducir hoy, con exactitud, el resto de los detalles de aquella entrañable escena colegial. La vida, nuestra gran maestra y consejera, me enseñaría muchos años después la verdad de estas enigmáticas palabras de Salomón que, con el paso de los años, he ido comprendiendo.
Desde aquella memorable jornada que acabo de describir, mi vehículo corporal ha recorrido muchos caminos y hasta mares encrespados. He pasado por tiempos muy difíciles, en los que me he tenido que enfrentar incluso a varios peligros de muerte. No obstante, a pesar de estas circunstancias adversas, nunca he dejado de amar la vida profundamente.
En estos momentos estoy subiendo por la cota 90 de la montaña de mi vida y, desde esta atalaya privilegiada, diviso un panorama vasto y maravilloso. Puedo afirmar, con conocimiento de causa, que nadie envejece por el mero hecho de haber vivido un cierto número de años.
He podido comprobar por mí mismo que, tanto si uno tiene 90 años como si está en los 15, existe en el corazón de todo ser humano el deseo de amar y de ser amado, el asombro por la belleza del cielo estrellado, el desafío a los acontecimientos, el anhelo infantil de lo que vendrá luego, la voluntad y el gozo de vivir.
Desde hace tres años vivo solo en una casa de madera de estilo finlandés, situada a pocos kilómetros de un pequeño pueblo del norte de España. Siempre he estado convencido de que los grandes espectáculos de la naturaleza como son las montañas nevadas, el cielo estrellado, los amaneceres y atardeceres, o los ríos límpidos nos hacen mejores y más felices. He soñado con vivir el atardecer de mi vida de esta manera. Este sueño se fue gestando durante mi madurez, influenciada por la Obra del filósofo Inmanuel Kant. Creo que fue un ser humano excepcional. De costumbres austeras y de trato cordial, se consagró totalmente al cultivo de la ciencia y de la filosofía, lejos de cualquier vanidad. Se dice- quizás con un punto de exageración- que los habitantes de Konigsberg, a su paso, ponían en hora su reloj. Llegó a afirmar este eminente filósofo alemán que deseaba vivir sus últimos días “en una cabaña en el monte, bajo el cielo estrellado y con la Ley Moral dentro de su corazón”.
Vivo solo pero no siento la soledad. El ambiente de silencio exterior que he elegido me acompaña fielmente cada día. Mis voces interiores se han ido silenciando lentamente, dejando paso a una sola voz. Al principio no me acostumbraba. Creía que podría volverme loco. Me dominaba una sensación de apremio y de angustia. Afortunadamente esta oscura impresión ha quedado ya superada en mi interior. Ahora soy muy feliz. Me siento uno conmigo mismo y con todo lo creado.
Hoy he recibido una carta de mi nieto Víctor. Un chico encantador, de doce años. Me habla de una curiosa ciudad llamada “TRAFICOLANDIA”. Dice esto.
Querido abuelito:
¿Qué tal estás?. Espero que te encuentres bien, especialmente de tu tensión y de tu vista. Me da pena que vivas tan solo. Ya sé que es tu deseo vivir de este modo. Siempre me has dicho que el poder supremo de la naturaleza humana es el poder de elegir y decidir. Te prometo que cuando termine el cole este año iré a visitarte.
Esta noche he tenido un sueño muy curioso. He soñado que me encontraba en una ciudad muy bonita, llamada “TRAFICOLANDIA”. Cerca de la entrada vi a un hombre muy viejecito que probablemente tenía más de cien años. Llamaba la atención su larga barba blanca. Sus cabellos también eran blancos. Este hombre era considerado en esta ciudad como un ser superior, como un sabio. Desde lejanas tierras mucha gente se desplazaba para verle y escuchar sus consejos. Se organizaban largas colas. Un viajero le preguntó:
-Abuelo: ¿Cómo es esta ciudad?.
Antes de responderle, el sabio le preguntó a su vez:
-Querido amigo: ¿Cómo es la ciudad de donde viene usted?.
-No me gusta nada- respondió él-. Allí sólo existen los problemas. Las señales de tráfico parece que están puestas para decorar las calles. Nadie las respeta y se producen continuamente embotellamientos y accidentes, a veces bastante graves.
-¡Ay, hijo mío, esta ciudad es idéntica!, le respondió el sabio.
Entristecido, el viajero continuó su camino en dirección a “Traficolandia” con la seguridad de volverse a encontrar con los problemas de tráfico de su antigua ciudad.
Al poco tiempo, llegó otro viajero.
-Querido señor: ¿Me podría decir cómo es esta ciudad?
-¿Cómo es la ciudad de donde viene?- le repreguntó el viejecito.
-¡Ah, perfecta!. Allí todo el mundo es cordial y respetuoso con las señales de tráfico. De modo que nunca existen problemas. Todos somos muy felices.
-Pues ésta también es así, igualita que la ciudad de donde viene y me ha descrito- respondió el sabio. La gente es muy feliz aquí. Nunca existen problemas porque todo el mundo respeta el Reglamento de Tráfico.
Después de escuchar los sabios consejos de este viejecito de barba blanca, me dirigí caminando a “Traficolandia”. Al llegar, me dije que nunca había visto antes una ciudad parecida. Había grandes avenidas, embellecidas con árboles gigantes y vegetación exuberante. A pesar del tráfico abundante en horas punta, se oían los silencios. Todos los conductores tenían un rostro sonriente. Se dirigían tranquila y silenciosamente hacia sus quehaceres diarios. ¡Que paz y felicidad se respira en esta ciudad!- pensé.
Como no estaba muy seguro de si lo que estaba viviendo era sueño o realidad, me dirigí a un agente de la circulación y le pregunté:
-Disculpe, señor agente. Me llamo Víctor y acabo de llegar a “Traficolandia”. ¿Me podría decir si esta ciudad es real o si es un producto de mi imaginación?.
Con una especie de saludo militar y una franca sonrisa, me respondió:
-¿Qué te ha hecho dudar de la existencia de esta ciudad, Víctor?.
-Pues verá, es que un viejecito me ha dicho que el futuro de cada viajero en “Traficolandia” estaba escrito en su pasado, y que cada uno encontraría en ella exactamente lo que esperaba encontrar. Y claro, a mí esta explicación me parece una especie de cuento para niños pequeños.
-Pues, debo decirte, querido Víctor, que ese viejecito te ha dicho la verdad. Esta es una ciudad real- me dijo con tono convincente.
Me despedí del guardia dándole las gracias por su información y seguí caminando por la ciudad durante un buen rato, observándolo todo. Cuando comencé a sentir los primeros síntomas de fatiga, me dirigí a una parada de taxis. El primer taxi llegó enseguida. El taxista me indicó con un gesto que subiera a bordo y a continuación, con amabilidad, me preguntó dónde quería ir.
-Lléveme donde le parezca-le dije. Estoy de visita turística. Deseo conocer los lugares más bellos de esta ciudad.
El señor taxista era un hombre muy simpático que, de buena gana conducía diligentemente su vehículo, por todas las avenidas y calles de “Traficolandia”. Suavemente fue reduciendo la velocidad del taxi hasta quedar parado. Otros vehículos hicieron otro tanto.
-Oiga: ¿Es que pasa algo?- le pregunté con preocupación.
-No se preocupe jovencito, no pasa nada- me dijo para tranquilizarme. La luz roja no intermitente que tenemos enfrente nos está prohibiendo el paso. Esto significa que los vehículos no deben rebasar el semáforo. Debemos esperar hasta que una luz verde no intermitente se encienda y será la señal de que nos está permitido el paso.
Cuando la luz verde no intermitente se encendió, el taxista continuó su marcha. Los demás vehículos hicieron lo mismo. Mi enorme curiosidad me llevó a preguntar a este amable taxista para qué servían las señalizaciones de tráfico. Y, adoptando una pose magistral que me recordaba a algunos profesores de mi colegio, me dijo:
-La señalización comprende el conjunto de señales que, como lenguaje en el mundo de la circulación, tiene por misión: Advertir e informar a los conductores y usuarios en general; Ordenar y /o reglamentar su comportamiento y recordar algunas prescripciones de la Ley de Seguridad Vial y sus Reglamentos. Hay- continuando su explicación- cinco tipos de señales que, por orden de prioridad son las siguientes: Señales de Agentes de circulación; Señalización circunstancial; Semáforos; Señales verticales de circulación y marcas viales.
Cuando terminó con su pormenorizada descripción, le pregunté qué podría ocurrir si alguien no quería respetarlas. En tono asertivo, me contestó:
-Mira, hijo, las circunstancias de la vida, son como las olas del mar: Cuando juegas con ellas nada te pasa, pero cuando ellas juegan contigo, estás perdido. Mucha gente cree, sin embargo-continuó con su sabia exposición- en su mala suerte, y nunca reflexionan que lo que les sucede en realidad es la consecuencia de su conducta mental. !Sí!-aseveró con rotundidad: ¡Nuestro destino, como individuos y como especie, depende de nuestra conducta mental!. Lo que pensamos hoy determina siempre la vida que viviremos mañana. Si tomamos la decisión inquebrantable de respetar en todo momento las señales de tráfico que rigen nuestras vidas, podremos obtener una cosecha de buena salud, prosperidad y felicidad.
Os quejáis de tener el estómago vacío-sentenció el sabio taxista- porque os habéis tenido que contentar con un pedazo de pan. En realidad, no es vuestro estómago el que está vacío, sino vuestra cabeza y vuestro corazón. El pedazo de pan contiene los nutrientes necesarios para alimentar vuestros cuerpos durante cierto tiempo. Pero, como no sólo de pan vive el hombre, es necesario añadir siempre a cada bocado de pan un pensamiento de sabiduría y un sentimiento de amor. En ellos están contenidos los grandes tesoros de la abundancia, plenitud, prosperidad, alegría, éxito y riqueza.
Mi visita turística por “Traficolandia” e iniciación en los ignotos saberes de la vida finalizó al anochecer. El sabio taxista me dejó en un lugar céntrico, cerca de un parque precioso. Me recosté sobre un banco de madera y, meditando en mi corazón todas las cosas que había visto y oído, me entregué lentamente al más plácido de los sueños.
Te quiero, abuelito. Besos y hasta pronto. Tu nieto Víctor.
Mientras leía esta carta de mi nieto, brotaban de mis ojos unas interminables lágrimas de abuelo orgulloso. Fluían profundas, como las aguas que emergen desde un lago límpido y en calma absoluta. ¿De quién o de dónde diantres habrá conseguido mi nieto Víctor tanta sabiduría perenne?- me preguntaba.
Con la conciencia del momento presente, del aquí y el ahora intemporal contemplo-extasiado- desde una de las ventanas de mi casa el lento declinar del sol, que entrega su decadente brillo a la inmensidad del cielo. Observo, cómo gracias a este acto de generosidad y comunicación, va surgiendo un entramado de colores y refulgentes tonos de luz que, al expresar tanta belleza en su continua y cambiante mezcla, me transporta a otro lugar y a otro tiempo. El juego cósmico de los últimos instantes del día vuelven a mí, con toda su grandeza y esplendor. Me siento enamorado de la Vida y puedo afirmar, con conocimiento de causa, que: ¡VIVIR ES FORMIDABLE!.
Fdo. EL BUHO
Autor: José Antonio Hernández de la Moya
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