18/5/17

CERTAMEN RELATOS XJUSTICIA. Tercer Premio.- LA MUDITA

- Los ojos se hunden. A veces pasa. De tanto mirar para adentro los ojos se hunden. Se enquista la mirada y ya no deja que entre la luz. No dejes que te pase, bichito, que todo se ve peor.
Me lo repetía siempre. Y yo le escuchaba atento; porque a la yaya Tati yo le escuchaba atento siempre. No entendía muy bien lo que aquello significaba. Puede que hasta ese día no lo entendiese del todo. Solo sé que aquellas palabras me habían perseguido siempre: ̶ No dejes que te pase, bichito, que todo se ve peor ̶ . Pero creo que no le hice caso. En lo de ser un bichito, como ella me llamaba, he obedecido siempre, hasta sin querer. En lo de los ojos no.
El recuerdo de la abuela Tati me hizo callejear un poco más de la cuenta, pero no llegué tarde. Aquella fiesta privada de chavales de sábados caros empezaba a las diez y media. Iba con tiempo suficiente para afinar la guitarra, echar una ojeada rápida al repertorio y hacer los ejercicios de calentamiento vocal que empecé por recomendación y mantuve por mera costumbre. No sabía quién me contrataba. Había dejado de preguntar por eso hacía tiempo, cuando me caí desde mi torre de artista al suelo de la precariedad. Pero ahora puedo asegurar que de haber sabido quien ponía la cartera, aquella noche yo no hubiera salido de casa.
Verlos de nuevo fue un puñetazo en la boca del estómago, un punzón en la sien. De sus mandíbulas desencajadas veía brotar las mismas risotadas de entonces. Y todos los recuerdos se me arrugaron en la garganta. Volvió la presión en el pecho de los dieciséis, las agujas en el pelo y en el centro de la espalda. Fui de nuevo el gordo, el maricón, el gafotas. Volví a ser aquel que arrastraba los pies, el chaval que crio chepa de tanto mirar hacia al suelo. El de la barriga enorme, la barba a rodales y las cuatro dioptrías en cada ojo. El que era demasiado niña para tanto macho. Años después, en mitad de un escenario improvisado en el salón de una casa con jardín y garaje, con un mástil de la guitarra en las manos y un burlón micrófono delante de la boca, yo volvía a ser la Mudita.
Me jodieron bien. Me hicieron polvo. Machos con piernas abiertas y postura de segurata de discoteca. Estaban casi todos: Pablo, Víctor, Arturo y el otro, del que mejor ni hablamos. Tan iguales como siempre. Con gomina en el pelo y brillo en la punta de la nariz. Con pose de foto de equipo de fútbol. Con el cigarrillo colgando de la boca y el billete de cincuenta jugueteando con sus dedos. Con sus gestos rudos y sus manos tajantes sujetando el cubata. Con los pies clavados al suelo como echando raíces de mala hierba. Con aquellas mismas medias sonrisas burlonas. Con la arrogancia clavada en los ojos y salivando bobadas, tacos y chistecitos sin gracia.
Ni siquiera me reconocieron. Y yo me pregunté cómo se puede olvidar a alguien a quién le has jodido tanto. Esperaban que me pusiese a cantar y me miraban con la impaciencia de los que se creen con el derecho a todo, todo el tiempo. Con ceño de amo. Con el pecho hinchado y frente de victoria. Matones. Matones. Matones. De los que se sienten dueños de todo, todo el tiempo. De los que pisotean y escupen al que encuentran tendido en el suelo. De los que se elevan trepando las ruinas. De los que hacen patria de su ignorancia y de su bolsillo repleto. De los que vomitan odio y mucho ego. Eran los de entonces, los de siempre. Y yo también era el de siempre: la Mudita.
Así me llamaban: la Mudita. Porque no hablaba nunca y porque contoneaba mis caderas más de la cuenta. Siempre les molestó. No sé por qué, pero algo de mi caminar y del movimiento suave de mis manos les hacía sentirse amenazados. Laura me dijo después que es porque son tan rígidos que son muy frágiles, y que cualquier caricia les puede romper. Ojalá sea eso. Porque la otra opción es que simplemente son unos mierdas.
No me pegaron nunca, ni me metieron la cabeza en un retrete. No me arrinconaron en una esquina ni me mearon dentro de la mochila. Y no hizo falta. Les temí igual. Temblaba. Me sentía como una cuerda de guitarra entre las yemas de sus dedos. Agachaba la mirada a los libros cuando pasaba por su esquina del parque camino de la biblioteca, esquivando sus berridos de tribu y el humo de sus cigarrillos caros. Ellos hablaban mucho, yo lo callaba todo. La Mudita no sabía más que encerrarse con un cuaderno lleno de garabatos y malas rimas, una estúpida colección de llaveros y las ocho cuerdas desafinadas de aquella guitarra heredada y vieja. Y perder, siempre perder. La Mudita siempre perdía. Y la Mudita siempre callaba.
Miré alrededor desde el taburete, a las paredes de colores pastel con vinilos geométricos. Me perdí en la pareja de cuadros minimalistas colgados junto a la ventana durante un rato, no sé muy bien cuánto. Me paré a pensar que los mismos que me habían llamado Mudita durante años, esa noche estaban pagando por escuchar mi voz. Y no sabía si eso era bueno y me daba algún tipo de poder que yo no conocía y no sabía utilizar, o si por el contrario era asquerosamente humillante.
El caso es que allí estaba ese puñado de gente esperando para oírme a cantar. Hicieron alguna broma. Y no me reí. Pero entre ellos siempre se ríen las gracias. Se carcajean con sus chistes de putas y maricones. Laura esto lo definía como una especie de pacto entre caballeros que juegan a alimentarse mutuamente. Ojalá sea así. Porque la otra opción es que simplemente son unos idiotas con un mediocre sentido del humor.
Solo se me ocurrió hacer lo de los caramelos. La abuela Tati me lo enseñó. Y, ya sabéis, que a la abuela Tati yo le escuchaba siempre. Me decía que el sabor de los caramelos de café espantaba todos los miedos y los sacaba fuera de la boca. Siempre me daba un puñado de ellos antes de salir de su casa. Los sacaba con los dedos del último cajón de la mesilla, los expandía por la palma de su mano como si quisiese presentármelos a todos y después los guardaba ella misma en el bolsillo de mi pantalón:
- Toma, para los monstruitos que viven debajo de la lengua. Esto los hace salir. Porque los monstruos, aunque no lo creas, bichito, tienen sus miedos.
Creo que tampoco entendí del todo lo que significaba aquello hasta esa noche. Pero desde niño siempre llevaba caramelos de café encima. Y su sabor me aliviaba. Porque me recordaba a la abuela Tati. Recordaba cómo apoyaba mi cabeza en su regazo y ella me acariciaba el pelo y me lo colocaba detrás de la oreja, y yo me sentía a salvo de los monstruos que roban la voz. Recordaba cómo, mientras tanto, yo chuperreteaba el caramelo y cuando ya era una capa finísima sacaba la lengua para enseñárselo, alardeando orgulloso del trabajo bien hecho.
Como decía, me metí la mano en el bolsillo del pantalón y de entre el montón de calderilla y un par de llaves sueltas conseguí hacerme con uno de los caramelos de café. Le despegué el envoltorio marrón y me lo metí a la boca. Lo saboree ante la mirada atenta de los asistentes. Y esperé a que todos los miedos saliesen de debajo de la lengua. Y pensé por un momento que la abuela Tati no siempre llevaba razón. Porque tenía miedo. Ellos, los monstruos, seguían ahí. Y yo seguía sin poder despegar los labios.
Hasta que pude.
Entre cubatas, ligoteos de barra de bar y chistes sobre darse por culo y sobre tetas gordas, estaba yo. El maricón con sobrepeso que nunca había sabido abrir la boca más que para tiritar, se puso a cantar. Sentí que la voz me salía en cristales diminutos; más rasgada que nunca, como llena de arañazos y agujeros. Con las arrugas de lo que permanece guardado hecho un gurruño en un lugar húmedo y oscuro durante mucho tiempo. Y tras una canción, la siguiente.
Había cumplido ya con el repertorio. Pero entonces recordé que los monstruos también temen, como dijo la yaya. Y que aquellos que tenía delante eran tan rígidos que una caricia podría romperlos, como dijo Laura. Y me puse a recordar aquellas rimas que guardé en la vieja caja de zapatos en los peores años de instituto, junto a la colección de llaveros y la guitarra gastada. Y canté una última. Aquella canción iba de mi cuenta: un regalo para los allí presentes; cortesía del gordo, pobre y maricón.
Con su mala métrica y su repetitiva melodía, esa canción me pareció aquel día la más hermosa del mundo. La canté hasta con las faltas de ortografía de aquel manoseado papel. Y la lancé con dedicatoria:
-Para Pablo, Víctor, Arturo y el otro, del que mejor ni hablamos.
Y me atreví hasta con el chiste:
-Tranquilos, después de esta declaración de amor eterno no pretendo daros por culo.
Y me miraron, al fin. Y como a esas alturas aún no me habían reconocido ̶ porque sí, se puede olvidar a alguien a quien has jodido tanto ̶ , tuve que presentarme. Les dije que la Mudita tenía un regalo que había estado guardando con mimo y cuidado durante años. Y ahí sí, me reconocieron todos.
Se la canté sin ternura en la voz y con mucho recuerdo en las entrañas. Y les miré a los ojos uno a uno. Y les grité y les gruñí con la rabia de los que siempre pierden, pero por una vez ganan; con el ruido de los que siempre callan, pero por una vez hablan.
Y me fui de allí sabiendo que la yaya Tati llevaba razón. Salí con sabor a café entre los dientes. Y con los ojos llenos de luz de mirar para afuera.
Aunque solo fuese un rato, aquella noche: la Mudita, les dejó mudos.

Firmado: KUEO
Autora: Villar Recuenco López

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