Creo recordar
que empezamos reuniéndonos como “Taller
de fomento de la lectura” o algo parecido. La intención era facilitar la
lectura en común para despertar interés por los libros (por el contenido de los
mismos). Mis pasadas experiencias en este sentido no eran muy alentadoras ya que es
difícil encontrar en estos grupos afinidades que se continúen en el tiempo, y
difícil también, una atención mantenida sobre una historia que se comparte
durante una o dos horas semanales a plazo fijo. Otra dificultad es que la asistencia
de los miembros del colectivo no está garantizada y se producen lagunas en el
seguimiento. Pero quería creer yo (mal lector, anárquico y compulsivo, pero adicto
agradecido), que a gentes recluidas contra su voluntad durante largos periodos
la inmersión en la lectura podría abrirles horizontes gratificantes. Y me
mantengo en la querencia. Y en la fe. Por eso sigo.
Entre los internos
del centro penitenciario de Cuenca hay pocos
universitarios, o ninguno, aunque sospecho que pasó entre nosotros uno. Apenas
si nos tratamos un par de meses. Era culto y educado. Un día
vinieron a buscarlo a poco de empezar la lectura. Volvió media horas después a
recoger sus gafas que había olvidado sobre la mesa. Lloraba. No volví a verlo.
De los
primeros asistentes al taller, que se reunían en el escenario del salón de
actos donde arrimábamos un par de mesas a un banco adosado a la pared, algunos sufrían
al leer como si le estuvieran sacando una muela.
–Es que casi
no veo las letras, necesito gafas –se excusaban. En algún caso fue verdad.
Las novelas
eran tragos casi imposibles de tragar, salvo versiones simplificadas porque, a
diez páginas por semana, cualquiera se convertía en eterna. Los cuentos, en los
que cada palabra cuenta, no podían saborearlos porque de muchas desconocían el
significado y se les escapaban los matices de frases y párrafos enteros. Por
más que insistía yo en promover sus preguntas, casi nunca pedían aclaraciones.
Recurrí a las
digresiones y a la cháchara, para lo que no necesito esforzarme. Y acerté, de
mis defectos hice virtud. Lo que mis compañeros necesitaban era una bocanada de
aire exterior, nada de formalidades, el trato con personas que no fueran
vigilantes o cuidadores. Un amiguete, aunque fuera un vejete parlanchín. Y eso
les di.
Han pasado por
el taller unas tres decenas de lectores, algunos fueron trasladados, otros no
engancharon, hubo quien se cansó, a su casa volvieron otros, quedan tres fieles,
y no faltan de vez en cuando temporales
adhesiones.
Ahora usamos un texto guía*. Cada uno con un libro
en la mano charlamos de esto y de lo otro, cosas variopintas. A veces, incluso
leemos.
*Algunos de los títulos son: Fisas, C. Curiosidades y anécdotas de la historia universal; Skarmeta, A. El cartero de Neruda; Llamazares, J. Luna de Lobos; Stevenson. La isla del Tesoro; Kipling, R. El libro de la selva; Jiménez Lozano, J. El cogedor de ancianos.
Me ha gustado mucho este comentario. Me ha gustado el contenido y sobre todo la forma. Me parece muy literaria. Gracias,amigo Manolo. Voy a intentar seguir tu trayectoria. Un abrazo. Vicente Torres
ResponderEliminar