15/5/17

MAQUILLAR LA MUERTE. Primer premio Relatos x Justicia

MAQUILLAR LA MUERTE

Esta es una historia de terror. De miedo. No a los monstruos de debajo de nuestra cama, si no a los que están encima. No es terror por el más allá, es terror por el demasiado acá. No es miedo a los espíritus, es miedo a los cuerpos. Cuerpos que parecen losas, que aplastan. Lo que voy a contar no da miedo porque cuente hechos extraordinarios, da miedo por ser demasiado ordinario; por poder encontrar una historia parecida en el dormitorio de los vecinos del tercero o en la parada del autobús.

En esta historia hay villanos. De esos que se sientan con las piernas bien abiertas. De los que caminan balanceando el tronco y el ego; sacando pecho y metiendo miedo. Clavando la vista en un par de tetas o los dedos debajo de una falda sin permiso.

Su protagonista se llama Marisa. Es mi compañera de trabajo. Somos tanatoesteticistas. Maquillamos muertos, vaya. Da grima. Escalofrío. Y es cómicamente cínico. Nos dedicamos a poner guapos a los muertos para su gran e irrepetible ceremonia de despedida.

Somos cómplices de una sociedad empeñada en colorear la tristeza, de una sociedad que nos confina a llorar y a lamentar las pérdidas en una esquina. Somos parte de un sistema que no nos enseña a despedirnos. Que convierte la vida, y la muerte también, en una fotografía que colgar en Instagram.

Yo, que siempre amé lo grotesco y el feísmo absoluto. Que odio que me sequen las lágrimas cuando estoy llorando. O que me digan que todo se va a arreglar para consolarme cuando sé que eso es mentira, que no se va a arreglar una mierda. Que sé que por mucho que nos tapemos la nariz no desaparece el basurero. Yo, en un acto más de hipocresía de esos a los que últimamente me tengo patéticamente acostumbrada, me gano la vida maquillando la muerte. Para que los cadáveres no se vean tan fríos, tan blancos; tan cadáveres. Para que parezcan recién salidos de la primera comunión o de un cotillón de nochevieja.

Cuando estaba en la academia de estética y peluquería pensaba que lo más cínico que iba a tener que hacer era aguantar con buena cara y actitud servicial los caprichitos y las miradas altivas de señoras ricas que tienen más dinero que cosas que hacer un miércoles por la tarde. He acabado maquillando muertos. Muertos.

En fin, en este trabajo tan de gente empeñada en plastificarlo todo y envasar emociones al vacío como pedazos de lomo embuchado, me encontré a Marisa. Ella es igual de mala que yo en esto de aguantar riquillos de bolso y ataúd caro.

Las dos somos bastante calladas. Ninguna de las dos hizo al principio grandes esfuerzos por hablar. No nos decíamos más que las palabras que se necesitan para cuadrar horarios o decidir la tonalidad del maquillaje para el último “paquetito” caliente (todavía) que nos acababa de llegar. Algo que puede parecer insostenible para nuestra salud mental teniendo en cuenta que al final del día nos habíamos encontrado a más gente muerta que viva. Pero así era: silencio. Introversión. Siempre calladas. Hasta que la vi llorar.

Era jueves, creo. Ella aprovechó que salí a fumarme el cigarrillo de las seis para meter el rostro entre las palmas de sus manos y sollozar a solas. Pero olvidé mi mechero en el bolsillo de la bata azul. Volví a la sala y me la encontré allí. Si no hubiera hecho que levantase la vista hacia mí al golpearme el codo con la puerta de la entrada seguramente hubiera salido en silencio, fingiendo no haber visto nada. Pero me pareció violento hacer como si nada cuando se sorbía los mocos mientras clavaba su mirada mojada en mí. Asique le pregunté una de las peores cosas que a veces se le puede preguntar a alguien que llora: que qué le pasaba.

Confiaba en que se hiciese absurdamente la valiente y siguiésemos con el esquema de no hablar más de lo necesario que había regido nuestra relación hasta ese momento. Pero no fue así. No sé por qué de verdad respondió a mi pregunta. Por qué me contó que lloraba por amor. Casi le digo lo de que de amor no se llora y todas esas cosas. Pero no le iba a ayudar en nada. Solo iba a conseguir que se sintiese juzgada y culpada de su propia tristeza. Asique me acerqué, le di un golpecito en el hombro, como si el contacto físico me quemase la palma de la mano, y solo alcancé a decir:

-Entiendo.

Una palabra claramente banal dado el contexto; pero suficiente. Pronunciarla fue como levantar el tapón de una botella de champán agitada durante dos años y medio sin parar. Digo dos años y medio porque era lo que llevaba con su novio. El tal Rodolfo. El mismo que le olía las bragas al volver de la mani feminista del ocho de marzo como un perro de rastreo. El mismo Rodolfo que escribía en la columna del periódico en favor de la huelga laboral o del sistema de cuotas de igualdad en las empresas un domingo y el lunes por la noche le reprochaba haberle clavado un visto de dos horas en whatsapp. El mismo que dejaba la carpetita forrada con la cara del Ché sobre el escritorio para tener libres las manos…

Lo calé rápido (¡Que vivan los prejuicios!). En cuanto lo vi apoyado en su Opel Astra con los brazos cruzados esperándola a la salida del trabajo. Detecté que era de los que hacían manspreading en los asientos del metro y marxpreading en la reunión del partido.

Era un izquierdo-macho de los de manual. Y había hecho llorar de amor (permítaseme el oxímoron para ponerles en situación) a la misma Marisa a la que yo no había visto mover ni un solo párpado ni lidiando con la muerte cada día. A la Marisa erguida y valiente que fruncía el ceño ante las órdenes del jefe y era capaz de poner el puño sobre la mesa para defender el salario de las dos, aun sin conocerme. Siempre fría, siempre rígida.

Rodrigo y Marisa tenían un amor telenovelesco o de película de Disney. Cumplían todos los patrones, reproducían todos los tópicos del amor romántico. Ella, que se cagaba en todos los cánones, en el amor los cumplía todos. Marisa me contaba la cantidad de obstáculos que habían tenido que eliminar para estar juntos: básicamente su familia y amigos de siempre, a los que había alejado de su vida porque suponían una amenaza para comer perdices y todas esas cosas. Hablaba de medias naranjas y entregas enteras. De miedo a perderle. De amor incondicional que todo lo perdona. De merecer la pena y sacrificarse por el otro. De crear un vínculo de los de caza y captura.

Su amor era un amor de esos que mutila. Marisa estaba atada con sogas invisibles y por una razón que nunca alcancé a comprender a un enemigo que la llenaba de besos y de reproches casi al mismo tiempo.

Su amor era una guerra. Y ella entregaba todas sus armas o las dejaba caer al suelo cuando estaba con él. Maldita sea. Por qué. Si ella las tenía. Yo se las vi. Tenía todas las armas de la gente buena y justa. De la gente que lucha en las peores guerras de la sociedad nuestra. Ella las tenía. Yo se las vi. Lo juro.

Tenía todo para ganar las mayores guerras contra todo tipo de poder, menos contra el que ejercía él sobre ella. Ella tenía esa inteligencia de las personas que piensan mucho antes de dormir y que se paran a observar a su alrededor en cada viaje del metro. Era de las que tenían hambre. De aquellas que nunca perdían la sed. De las que no se venden. De las que peleaban hasta con los dientes.

Era garra. Y guarra. No tenía un as bajo la manga, tenía la baraja entera en el interior de sus bragas. Era más puta que santa. La gata y la rata. Un agujero oscuro. Un torbellino de los que no hacen ruido. Siempre sabía de qué lado estaba. Siempre en el bando correcto.

Ella estaba con los solos, con los que sufren, con los que se pasean con las heridas abiertas. Con las que supuran por las cicatrices de la sociedad y con las que se quedan a los márgenes. Con las que no se adaptan porque no quieren, o porque no pueden. Con los que se sientan en la última fila o se esconden bajo la capucha. Era combate
puro contra el poderoso. Un azote a todas nuestras estructuras. Un escupitajo a los centros desde todas las periferias.

Siempre fría, siempre rígida. Con todos. Menos con él.

Marisa lloraba por una discusión. Una de tantas de las que tenía con él casi a diario. Me contaba que estaba cansada. Pero no sé muy bien por qué en ningún momento se cuestionaba lo que tenía con él. Su vínculo parecía una lluvia inevitable, caída del cielo; destino, capricho de dioses. Su relación parecía algo irrompible.

Nuestra relación se estrechó. Cadáver tras cadáver me contaba la cantidad de veces que con sonrisa amable Rodolfo cuestionaba su forma de bailar en la verbena del pueblo o criticaba con sutileza y tono socarrón la falda con la que se iba a un concierto de rock. Me contó que no le subía la voz, porque no hacía falta. Él lo enmascaraba todo detrás de su sonrisa amable y su mirada juguetona. Era amable con los que consideraba de los suyos. Era muy combativo con todo aquello que veía injusto. Salvo en casa.

Yo no supe cómo decirle que abriera los ojos. Porque siempre la veía con ellos muy abiertos y casi sin parpadear. Y no quería que se sintiese juzgada por mí, que soy para muchas cosas la menos indicada. Pero por una cuestión de rabia me brotó de los labios, denso y redondo, un: “¿no ves que es un cabrón?”. Ella, en ese momento, simplemente se quedó callada unos segundos, ladeó ligeramente la cabeza como si se recolocase con ese gesto todo lo que había dentro de ella, y después lo defendió.

Y ahora, me vais a disculpar. Pero tengo que dejaros. Voy a salir del lavabo en el que me he metido a llorar y escribir a escondidas. Tengo que volver al trabajo.

Marisa me espera. Más fría y rígida que nunca. Hoy la maquillo a ella.

Seudónimo: Tuut

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